Sabía que si no
sentía pronto el ulular del viento moriría. A sus cuarenta y cuatro años, el mar
le había dejado aprender lo suficiente para saber que virar por avante a la
vista del enemigo era poco menos que un suicidio. Cosme Damián Churruca cerró
el catalejo tras ver la orden del Almirante gabacho y deseó tenerlo enfrente
para estrangularlo con sus propias manos.
Un par de días
antes un aire escuálido, demasiado en calma, preludio seguro de temporal, había
imposibilitado la navegación y tirado por tierra cualquier plan para interceptar
la flota de Nelson. Esa flota que ahora se les echaba encima como dos flechas
de fuego en las costas de Trafalgar.
En un ímpetu de
osadía motivado por el orgullo herido nos ha condenado a todos, pensó el
capitán Churruca. Era conocido por todos que el Almirante Villaneuve, tras
varias incompetencias, todo hay que decirlo, sería reemplazado en breve por orden directa del mismísmo Napoleón, por lo que en un último intento para demostrar su valía decidió hacerse a la mar para
interceptar a la flota Británica.
Una estupidez,
pensaba Churruca. Ni había viento, ni munición, ni cojones ni preparación. Valor y brío sobraba a la tropa española, por supuesto, pero carecían de experiencia. La
mayoría de los embarcados como tripulación eran corderitos de leva y campo que servirían de cena a la ordenada y experimentada Flota de Nelson,
hambrientos lobos de mar de colmillos retorcidos. Ese bastardo del Capitán Gravina tenía que habérselo dicho:
Mire, gabacho, incompente de merde, la decisión de entrar en batalla con estas
condiciones es una memez. Pero estaba demasiado ocupado siguiendo las órdenes
de Godoy, que consistían en mantener contento y chuparle las botas sin rechistar a cualquiera que
no supiera colocar la lengua y pronunciar una erre en condiciones.
Churruca sacudió
la cabeza para disolver los pensamientos y juramentos que le enervaban y escupió sobre la
cubierta. La línea de barcos que hacía unas horas había formado el combinado hispano-francés para plantar batalla se había convertido tras la orden del Almirante en un amasijo de
madera; un pelotón de barcos pesados y lentos que reventaría fácilmente con las sacudidas de los
ingleses. La última estupidez de Villaneuve que les acabaría por condenar:
virar para huir.
Si al menos
hubiera viento para salvarnos, pensó Churruca mientras contemplanba sus estáticas velas ávidas de aire.
—¿Qué hacemos,
Capitán? —le interrumpió su segundo. Y en ese momento sintió el aliento de la muerte. Se le erizaron todos los vellos de la nuca y notó de pronto el peso de las miradas y las vidas de todos los que componían el navío San Juan Nepomuceno.
Cosme Damián
Churruca apretó los dientes y se llevó la mano a la empuñadura de su sable.
—Luchar.
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